La necesidad del ritual como tarea civilizadora: el ritual masónico como construcción de sentido

GABRIEL JARABA

El presente texto y vídeo adjuntos son la conferencia que pronuncié el 14 de julio, vía telemática, en el entorno social de la logia Acàcia 85, miembro de la Gran Logia Simbólica Española, federación masónica de la que formo parte. En el vídeo no se incluye la segunda parte de comentarios y preguntas, en la que hubo interesantísimas intervenciones, por respeto a la intimidad de los participantes.

Cuando un amigo o persona interesada te pregunta acerca de la masonería sucede algo curioso: por más años que hayan pasado desde nuestra iniciación a la Orden siempre nos encontramos en cierto punto embarazoso: o no acertamos a explicar con claridad en qué consiste exactamente, o más bien tememos no ser capaces de hacer comprender a nuestro interlocutor la importancia y valor que nuestra pertenencia masónica encierra para nosotros. Recordad la última vez que hayáis tenido que responder a ese interés y veréis cómo se produjo esa extraña sensación de incomodidad y cierto grado de ansiedad.

En mi modesto entender creo que no concedemos suficiente importancia a esta experiencia tan ampliamente compartida entre nosotros. Probablemente explorar las posibles razones de las mencionadas emociones nos aportaría cierta luz adicional a nuestra propia comprensión de lo que es y representa hoy la masonería en la sociedad. Voy a compartir, como humilde aportación, algunas ideas que hace tiempo que me rondan por la cabeza.

Un amigo de mi edad, con más de 50 años de amistad ininterrumpida, hombre progresista y humanista, me preguntaba una vez: “Y todo lo que hacéis, con lo que estoy totalmente de acuerdo, ¿no lo podéis hacer sin guantes ni mandil?”. Le respondí rotundamente: “No, no podríamos hacerlo”. Estuvimos conversando un largo rato y si mi amigo no pudo asentir, de buena fe y según su razonamiento, ante los argumentos que presenté, yo tampoco fui capaz de comunicarle la motivación profunda que hace que los elementos simbólicos y rituales de la masonería sean imprescindibles para que esta pueda existir. Si se trataba de dos personas adultas y mayores, formadas e instruidas, habituadas a la práctica de la tolerancia y el diálogo, amigos íntimos, ¿de dónde procedía esa imposibilidad de comunicación? Lo que pretendo explicar es esto: la falta de comprensión que existe en nuestra sociedad respecto a la naturaleza esencial de la masonería se debe a un hecho colateral: el rechazo que se ha producido, progresiva e históricamente, de la ritualización de ciertos aspectos de la vida colectiva y personal, la reducción del símbolo a mero emblema (y el consiguiente vaciamiento significativo de aquel) y la sustitución de antiguos sistemas rituales (la misa) por otros nuevos (el fútbol; véase el estudio realizado al respecto por Desmond Morris). Losnuevos rituales, por precarios que sean, llegan a cumplir ciertas funciones psicosociales, resultan inscritos en las antropologías culturales de los grupos y por consiguiente alcanzan a ser asumidos y disfrutados, aunque no comprendidos en tanto que ritos, y al no resultar desplegados exterior e interiormente a la vez dejan un vacío, tanto social como personal, que no puede ser llenado por ninguna otra forma de actividad humana que pueda llevarnos a visitar el interior de la Tierra para encontrar la piedra oculta.

Ejemplos del vacío ritual social y sus consecuencias

Comencemos por uno de los más notorios: los aplausos en los entierros. Cuando aparece el ataúd con el finado dentro, los asistentes al funeral prorrumpen en aplausos. Es su modo de rendir homenaje al ser querido y de exteriorizar la emoción correspondiente. ¿No podría producirse otro gesto colectivo que demostrara los sentimientos implicados? Seguro que sí, pero la cultura contemporánea ha sido vaciada de lo rituálico y por tanto desposeída de producir gestos provistos de sentido en momentos de contacto con lo trascendente o por lo menos con esa dimensión de la vida tan misteriosa  como inquietante como es la presencia de la muerte. Una muerte, por cierto, que ha sido laboriosamente apartada de la escena y oculta a la vista individual y colectiva, en los espacios de decesos de hospitales o residencias de ancianos. De allí se pasa al tanatorio y en este se produce el escamoteo final: el féretro ocupado por una persona –el difunto sigue siendo persona y por eso debe ser tratado con dignidad—se convierte en un abrir y cerrar de ojos en una urna que contiene cenizas. Pertenecen a un cuerpo humano pero este no se muestra en su forma personal; una mirada exigente diría que ha sido necesario desproveer de ella al cuerpo muerto para que así tal dignidad pueda ir diluyéndose al mismo tiempo. Detengo aquí la reflexión, que podría continuar con inferencias altamente inquietantes.

El recurso al aplauso no es baladí ni casual: la sociedad capitalista ha sido reestructurada y reeducada en torno a un individualismo centrado en la producción y el consumo –cumbre de la industrialización— que son actividades que en la era postindustrial adquieren connotaciones psicosociales que resultan definitorias de las identidades. El punto culminante del juego de las identidades individuales en este contexto es un juego narcisista: admirar y ser admirado. Es decir, por una parte adquirir elementos que nos hacen singulares y por otra conseguir proyectar nuestra singularidad hacia la mirada pública para obtener así reconocimiento y admiración. Ofrecer y recibir aplausos es la disolución última de la quintaesencia del individualismo. 

Por eso ha vuelto a ser el aplauso el recurso ritual por sustitución que se produjo en el inicio del estado de alarma debido a la pandemia, como reacción colectiva a una situación para la que no existía abordaje ritual y que, por el contrario, representaba un momento que demandaba a las personas un modo de canalizar una emoción, de exteriorizar una intención y sobre todo de procesar el miedo a lo desconocido y, una vez más, a la presencia o la inminencia intuida de la muerte. La gente ha echado mano de lo que tenía por seguro, porque la cultura de la sociedad moderna no disponía de recursos rituales o ritualizados para expresarse, reconocerse y sentirse segura. Ciertamente los ilustrados y racionalistas que imaginaron una sociedad fundamentada en la razón no llegaron a imaginar tal resultado de la “desmitificación” de la cultura moderna.

Y sin embargo la intuición humana sabe lo que se hace. El aplauso de homenaje a los profesionales sanitarios de estos días no era de hecho un gesto vacío o una expresión emocional narcisista. La ritualización de urgencia del espíritu del momento apuntaba a un cierto deseo de crear comunidad. Es decir, recuperar el ritual para una de las funciones para las que fue creado por la cultura humana. Sentirse acompañados, intentar estar unidos, compartir una idea además de un sentimiento, trasladar a nivel colectivo lo vivido a nivel individual, obtener como resultado de todo ello el proceso de una adecuada, aunque precaria, ritualización. Todo ello indica que no estamos condenados a la desertificación simbólica producida por el individualismo y que el genio humano emerge una y otra vez de los intentos de ser reducido a la asignificación. Porque cuando no se lo lleva a la infatuación narcisista, reconocer y ser reconocido es una necesidad profundamente humana.

Más que un animal lógico y mítico: el hombre como productor de sentido

Sabemos que el hombre, animal racional, tiene una mente que está formada por elementos lingüísticos y simbólicos. Y decimos que ese ser racional es un ser social e incluso político. No hay ser humano fuera del lenguaje y tampoco lo hay sin producción simbólica. Lo lingüístico y lo simbólico apuntan a una sola cuestión, que es fundamental y central: el hombre es más que un ser provisto de estrategias adaptativas y evolutivas inteligentes, es un ente que resulta singular porque es productor de sentido.

Esta tesis encierra implicaciones antropológicas, sociológicas, biopsicosociales y comunicacionales de enorme importancia. Puede llegar a afirmarse que la producción de significado alcanza a todos los aspectos de la vida humana. Para aprehender la condición humana en su entera complejidad no basta con considerar el hombre como capaz de hallar significados y operar con significantes; no se limita pues a comprender cómo son y funcionan las cosas sino que necesita conferirles sentido. No necesariamente un sentido teleológico o metafísico, pero sí un sentido existencial: la justificación de una motivación y una acción, un propósito determinado, la orientación incluso de la propia vida y la gestión de la supervivencia, tal como puso de relieve Viktor Frankl en su El hombre en busca de sentido.

Para fundamentar mejor mis argumentos recurriré ahora a un científico social de prestigio, discípulo de Edgar Morin y a su vez maestro de este hermano que os habla, el catedrático de Comunicación y asesor de la Comisión Europea en esta materia, el profesor José Manuel Pérez Tornero. Veamos algunas de sus proposiciones a este respecto.

Los seres humanos no son humanos porque hablen –como dice Yuval Noah Hararini porque sean capaces de mentir –como dice Umberto Eco—. Lo son porque son capaces de producir sentido de un modo muy sutil y eficaz. Son humanos porque pueden explicar el mundo y porque pueden entenderlo y entenderse con sus congéneres. Y esto lo hacen a partir de que disponen de un sistema general de producción de sentido.

El sistema general de producción de sentido que utilizamos los humanos involucra procesos y dispositivos muy articulados y complejos, cuyas funciones resultan decisivas para la supervivencia de la humanidad. Para dirimir cuestiones relativas a la supervivencia, a los peligros y amenazas que nos asedian, y a los modos en que podemos protegernos y asegurarnos frente a ellos. Para ayudarnos en la percepción y en el conocimiento de nuestro entorno, y para tratar de hacer previsible su comportamiento. También, para vincularnos y relacionarnos con los demás seres vivos y con los demás humanos. Es un sistema tan sutil que comienza por basarse en los significados transmitidos por la mirada, a su vez residentes en el blanco del ojo, marco y contexto de movimientos que denotan o asignan intenciones y advierten de hechos probables. Este es un fundamento biológico que otros animales no poseen o lo hacen de manera insuficiente, y por sí mismo es indicativo de la enorme variedad y significatividad de posibilidades comunicativas humanas. De ahí lo seductor y enigmático de la expresión de la Monna Lisa de Leonardo. 

En definitiva, nos sirve para construir órdenes semióticos, mediáticos y culturales que acompañan la evolución de nuestra comunidad humana.    

El marco general de la producción humana de sentido consiste en la capacidad para orientarnos en el espacio y el tiempo. Accedemos a saber quienes somos y a ser reconocidos como quienes somos por los otros en el marco de una identidad definida en un medio espaciotemporal. De hecho, todos los procesos de construcción de órdenes semióticos, mediáticos, culturales, tecnológicos y sociotécnicos que acompañan la evolución de la comunidad humana tienen lugar en un marco espaciotemporal.

Lo que nos hace tremendamente humanos es un sistema de sentido y orientación extremadamente sutil y complejo. Nada más innato y propio del ser humano que la curiosidad por buscar, encontrar y recrear sentido y significado. Y a la inversa, nada tan inhumano y tan deshumanizador como el sinsentido o la aceptación de que nada pueda tener sentido.

Nada tan alejado del principio de humanización como el vacío de sentido. La primera actividad de la especie humana en su conjunto es explorar el mundo del sentido. Buscar, hallar y encontrar mundos significativos, que ayuden a dar significado a lo que nos rodea, a lo que queremos, a lo que proyectamos o a lo que echamos de menos. Hemos creado sistemas de signos, textualidades complejas, modos de representación, sistemas de mapeo, lenguajes sincréticos, semióticas complejas, órdenes discursivos, sistemas de ideas e ideologías, filosofías, religiones, prácticas y arquitecturas significantes, lógicas simbólicas, y seguimos desarrollando y creando sistemas y órdenes de sentido a medida que evolucionamos en una sociedad cambiante.

Las causas de la crisis de sentido entre sociedad y masonería: la ruptura rituálica

Una de las deformaciones de la nueva mirada desarrollada por la modernidad, en tanto que esta nueva era supuso un cambio en la manera de ver las cosas, fue una serie de asunciones culturales que pretendían ser revolucionarias y lo fueron en un sentido, aunque en otro han acabado por ser regresivas o por lo menos limitativas. En medio de la necesaria ruptura moderna, una mirada positivista hizo creer que ciertos sistemas simbólicos periclitados podían ser suprimidos sin más y que esta supresión era un progreso, de la que surgiría espacio para una racionalidad más depurada y más cercana a la “realidad”. La modernidad conduce a la obsolescencia a los rituales religiosos, considerados superstición (es decir, supérstite, lo que sobresale todavía de las antiguas creencias) y reduce lo ritualístico a ámbitos tan dispares como el ceremonial relacionado con las instituciones del estado o el deporte, culminando en los Juegos Olímpicos.

Y he aquí que de este vacío rituálico social destaca la presencia de los rituales masónicos, presencia oculta pero persistente, una presencia que adquiere unas características muy particulares: los ritos masónicos no son rechazados como los religiosos, por ser considerados supersticiosos, regresivos u obsoletos;  no son circunscritos a diversos puntos del círculo de representaciones que constituye una sociedad, como el fútbol o la judicatura, por ejemplo. Simplemente son desconocidos, omitidos o ignorados; no son compartidos por la totalidad de la ciudadanía en términos de sistema de producción de sentido; son pues no operativos en tanto no se produzca la conexión mental y emocional con su potencial de significación, y he aquí que el chispazo que provoca tal conexión es la iniciación masónica. Esto tiene unas consecuencias intensamente dramáticas respecto a lo que nos ocupa: es la causa que produce la tensión que la masonería vive y produce en la sociedad moderna cuando es percibida, especialmente en las sociedades desprovistas de un nivel suficiente de cultura republicana.

La presencia del rito masónico en la sociedad es una piedra en el zapato, un principio de contradicción y un escándalo en su sentido etimológico, es decir un tropiezo. La incomodidad que la presencia de lo masónico supone en la sociedad profana no proviene de su forma o de su fondo sino de su propia existencia y de la razón a la cual apunta. Aceptamos nuevas formas rituales cuando creemos que nos convienen después de haber apartado otras, como las bodas civiles en juzgados o ayuntamientos; nos sometemos a otras formas más antiguas como las propias de la judicatura o los sistemas procesales de justicia y policía simplemente porque no tenemos más remedio; nos sumergimos gozosamente en diversos sistemas significativo-rituales, como los del deporte, las fiestas o el baile porque no solo ni siquiera los cuestionamos sino porque los disfrutamos plenamente en tanto que son para nosotros productores de sentido.

La tensión entre iniciación masónica y asignificación socializada por ausencia de rituales con sentido ampliamente compartidos permanecerá mientras no se produzca una revolución civilizacional de suficiente calado cognitivo que nos devuelva la forma y función ritual que toda sociedad civilizada necesita. La incomodidad que suscita la presencia de lo masónico es una incomodidad ante lo obsceno, pues el término obsceno, etimológicamente, alude a algo que debe mantenerse fuera de escena. Nuestros amigos se molestan por el hecho de que usemos guantes y mandil y nos instan a prescindir de ellos con el mismo ánimo que les llevaría a indicarnos la necesidad de vestir taparrabos si no lo llevásemos; aparecemos ante ellos con nuestras decoraciones como si fuéramos indígenas primitivos en una desnudez denotativa de mentalidad infantil, condición primitiva e incapacidad de producir sentido para el otro, es decir, de ser tomados en serio. Por eso mi amigo progresista veía necesario que personas tan dignas como razonables como sus amigos y conocidos francmasones nos quitáramos los guantes y el mandil: porque con ellos no podíamos ser vistos en última instancia como iguales.

Más allá de las razones debidas al pensamiento reaccionario antimasónico la visión obscena de lo concerniente a la masonería expresado en la escena pública funciona en el tiempo presente de la modernidad como lo hacía el mono en el momento de la aparición de las investigaciones de Charles Darwin: una presencia que incomoda, inquieta y produce rechazo porque cuestiona un cierto orden de cosas asumido como fundamental e imprescindible, un absurdo que nos interpela y al que no se ve razón de ser, una expresión obscena de lo que no debe ser dicho.

El vacío ritual de la sociedad moderna en tránsito hacia una postmodernidad precaria e incompleta es lo que produce en nuestro  ámbitoesa molestia obscena: he aquí que intuimos que el ritual masónico no es obsoleto, quisiéramos que hubiera perdido sentido como la misa y lo menospreciamos como antigualla. Se acusa a la masonería y su ritual de ser algo demodé porque se desea que sea así. Esa es la mentalidad modernamaterialista burguesa: lo antiguo es despreciable y debe ser apartado a no ser que pueda obtenerse provecho de él; lo anterior debe de ser necesariamente primitivo, y cuando nos hallamos con elementos simbólicos que consideramos primitivos los recluimos en el museo o los apropiamos como objetos decorativos o “arte”, cuyo valor reside precisamente en ser un resto singular y por lo tanto preciado como objeto al que se le puede fijar precio. La mentalidad moderna es incapaz de tratar de igual a igual con lo antiguo y diferente; o bien lo considera primitivo o regresivo (lo mira desde lo alto) o lo enaltece idealizándolo como una aspiración imposible (la antigüedad clásica o las culturas de oriente, ambas deformadas y altamente tergiversadas). El chamán considerado “étnico” sólo puede ser un charlatán farsante o un sabio excelso, nunca un igual con quien compartimos la búsqueda de sentido común a todo el género humano.

Todo lo anterior está en profunda y total contradicción con la condición humana, que es por naturaleza productora de sentido. Un ritual es un ámbito espaciotemporal en el que podemos reconocer y ser reconocidos, en el que es posible hallar sentido a las cosas, a la vida y a las relaciones con nuestros hermanos. Muy significativamente respondemos “mis hermanos me reconocen como tal” cuando somos preguntados por nuestra condición masónica, y a ello apunta el valor de la Fraternidad como parte inseparable de nuestra divisa. La ausencia de espacios rituales productores de sentido denota la falta de fraternidad en nuestra sociedad, así de simple, y la prueba del nueve es la búsqueda del valor y la experiencia de fraternidad en la sensación de unión que se da en la vivencia colectiva en el seno de los fragmentos de ritualidad que subsisten y son aceptados en nuestra sociedad: el partido de futbol, el concierto de rock o el mitín político. Ahí están los aplausos a los sanitarios, que buscan no tanto erigirse en homenaje comopermitir vivirse a uno mismo como miembro de una experiencia fraternal que sirva de refugio en medio de la adversidad.

El vacío ritual de la sociedad actual es denotativo de un vacío personal y colectivo a la vez. El proyecto civilizacional de la modernidad no ha sido realizado ni completado. La revolución democrática sigue mostrando sus contradicciones y sus insuficiencias; la revolución socialista ha demostrado históricamente sus errores y perversiones, pero ambas siguen siendo necesarias y por tanto el proyecto ilustrado está a medio hacer. Mientras, aparecen nuevos signos que indican un cambio de era producto de la explosión de contradicciones que van más allá incluso de la contradicción entre capital y trabajo y la contradicción entre productividad y ecosistema.

El proyecto humanista que supusieron las Luces ha desarrollado ciencias humanas y sociales que han identificado señales y elementos propios de esos vacíos. Tenemos pendiente de completar la identificación del vacío de significado y sentido que se da cuando la complejidad de la vida personal y social del hombre en el mundo se hace tan evidente que ni los abordajes propios de la psicoterapia o de la transformación social son suficientes para hallar soluciones en este campo. La precariedad de la mirada moderna en este sentido aparece ahora como apabullante y sus omisiones, catastróficas. La ritualidad tradicional masónica, moderna pero iniciática, ilustrada pero con perspectiva universal histórica, no hace otra cosa que poner eso en evidencia. 

Pero, ¿por qué la necesidad de lo ritual? ¿Por qué el ritual masónico deviene tan ejemplarmente pertinente para conferir significado y sentido? Porque es una quintaesencia sintética e integrada de lo necesario a la hora de incluir a los seres humanos en una dinámica de producción de sentido, porque hace de ellos parte activa de sus procesos, porque les proporciona los medios para que lo interioricen espiritualmente, lo asuman racionalmente y lo vivan corporalmente, con la intención manifiestamente explícita de pretender poner de nuevo sobre sus propios pies al ser humano sobre la Tierra y sobre el mundo humanizado que habita, comenzando por la ritualización de la vivencia del tiempo y el espacio. La contundencia del ritual masónico es tal porque apunta directamente al corazón de la cuestión; es un sistema de producción de sentido tan altamente sofisticado como tantos otros de los construidos por el ser humano, pero uno de los pocos que se refiere explícitamente a y se justifica por afrontar directamente al vacío personal y el vacío social que, en el marco de la modernidad, se vive de manera más evidente e intensa. No es una tradición llena de altibajos y meandros dudosos lo que hace que la masonería renazca y aparezca en un momento de la historia como elemento decisivo y representativo de la era moderna, lo es en tanto haya sido desvelada e incorporada por el genio humano residente en la tensión entre el potencial y la necesidad de producción de sentido vividos de un modo humano en un contexto sociohistórico muy concreto. Hablamos deliberadamente de la capacidad del espíritu humano de generar sus propias estrategias de supervivencia y evolución.

El rito masónico se sostiene sobre elementos fundamentales constitutivos de la sociedad humana civilizada: la ritualización de la vivencia del espacio y el tiempo; sobre el papel que ocupa cada persona en su seno, al estar en el lugar y el sitio que le corresponde; al hacerse presentes los oficiales en sus respectivos desempeños; al realizar lo que cada cual debe hacer según la oportunidad y la necesidad; al reconocerse iguales en una diversidad de posibilidades y capacidades; al adoptar la dignidad del trabajo e incluso su gloria como rasgo de honorabilidad personal y grupal; al administrar con prudencia los momentos de palabra y de silencio; al reconocer la dignidad y la autoridad de los oficiales que administran el ritual tras haber sido libremente elegidos entre iguales y como iguales en el seno de la legalidad republicana fraternal; al ofrecer la oportunidad de estar presentes no sólo en el sentido material y espacial sino en el de la total integridad psicofísica de nuestra persona humana, considerada enriquecedora para la totalidad del colectivo humano (Walt Whitman afirmó que “convencemos por nuestra presencia”).

El ritual masónico no es una colección de símbolos sino una articulación integrada de significados que producen sentido. No es, o no es sólo siquiera un “psicodrama” que conduce a un estado de conciencia por medio de una vivencia. Es un sofisticado y depurado sistema de producción de sentido altamente contundente puesto que se erige en una especie de microcápsula significativa que, integrando lenguajes verbales, no verbales, visuales y simbólicos en una textualidad altamente compleja, contiene la casi totalidad de los elementos de sentido que requiere una vida no sólo civilizada sino una vida buena.  Podemos decir sin temor a equivocarnos que el ritual masónico es una de las creaciones humanas más sobresalientes en el campo de la producción de sentido, tan sofisticada como la que más, denotativa de la necesidad de buscar, encontrar y recrear sentido y significado. Nuestro trabajo se realiza con, en y a través del sentido, como corresponde a cualquier tarea humana. De ahí el alto potencial civilizatorio y la justificación, legitimidad y necesidad del trabajo masónico.

La piedra oculta que buscamos en el interior de la Tierra la llevamos en el bolsillo. La obscenidad de la persistencia de un ritual significativo, de un artefacto civilizatorio productor de sentido, es un escándalo para la modernidad burguesa falsamente racional. Por eso la masonería no es una sociedad secreta sino una tradición maldita. No resolveremos la tensión insoportable entre iniciación ritual y sociedad asignificativa hasta que seamos capaces de construir el Templo a la gloria del gran arquitecto del universo y en beneficio de la humanidad entera. Se acerca un Tiempo Nuevo en el que los francmasones, constructores operativos que usan la palabra como herramienta de producción de sentido, vamos a tener mucho trabajo. Porque buscamos la palabra perdida y aspiramos a reunir lo disperso.

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